Crítica "Las niñas"

 Si hay un año destacado en la historia reciente de España este es 1992. En dicho año confluyen las olimpiadas de Barcelona y la exposición universal de Sevilla, dos de los eventos internacionales más importantes en un mismo país. España se abría al mundo, empezaba a estar de verdad en los mapas y parecía que poco a poco entraba en las corrientes internacionales superando el lastre de casi cuatro décadas de dictadura. De alguna forma, podemos decir que España sonaba a Europa. Quisimos quitarnos el olor a rancio demasiado pronto. Pero como todos sabemos, no es oro todo lo que reluce ni todo el monte es orégano, y todo tiene su contrapartida, su historia oculta, aquello que no brilla en la exposición. Y creo que Las Niñas, cinta con la que Pilar Palomero debuta como directora habla un poco de eso, de esa experiencia universal, pero a la vez concreta de lo que suponía vivir ese año en la España no europeizada que tan poco hemos celebrado.



Una buena historia no se sabe por qué lo es, simplemente es buena y ya, por mucho que joda a los gurús actuales con grandes promesas del éxito, no hay receta para escribir un buen libro ni para hacer una buena película. Pero lo que sí está claro es que muchas veces la atención al detalle es lo que puede marcar la diferencia, y aquí lo hace. Las Niñas se aleja de la idea edulcorada del colegio como un cambio vital, como un tiempo que siempre vamos a recordar, porque siendo sinceros, para la mayoría de la gente, el período escolar – o al menos una parte del mismo – fue algo más traumático que placentero. Y creo que hay un gran ejercicio de hermenéutica, de atención al detalle y de escucha de una época brillante. Es muy difícil narrar una generación a la que ya no perteneces, o bien porque caes en la romantización de tu época y crees que todo lo que vino después es una basura infame que debería ir al vertedero de la historia, o bien porque eres incapaz de escuchar y lo acabas contando con el marco conceptual actual. Y si a eso, encima le añadimos la dificultad de narrar el coming-of-age – el salto a la adolescencia, al descubrimiento del mundo – hay que ser muy bueno para que eso no chirríe por todos lados. Y Pilar Palomero lo es.

Lo que más destacaría es esa conjunción que hay entre la experiencia universal que supone ir al colegio en las edades posteriores a los diez – todos los miedos que te acechan, las dificultades escolares, la relación con los padres, etc. - que consigue que todos nos veamos reflejados, pero a su vez, ese diálogo con global con todos nosotros no hace que la película abandone una concreción histórica muy detallada: como es ir a un cole de monjas en Zaragoza, en el año 92, siendo una niña introvertida e hija de una madre soltera que casi no estaba en casa porque tenía que currar el doble para sacarla adelante. Hay un juego de equilibrio casi perfecto entre narrar lo universal y lo concreto. Y todo con una sinceridad y una crudeza dignas de la admiración de Hemingway. Viene a darnos una ostia en la cara, a recordarnos que aquello que nos queda tan lejos, aquella España beata y severa no tiene ni treinta años de antigüedad, que mientras a dos cientos kilómetros el mundo se rendía ante los mejores atletas del mundo, también había clases de gimnasia en las que no se podía ni hablar y dónde se impartían clases de costura en horario lectivo.

Con una narrativa austera que más que enfatizar con palabras muestra con silencios la complejidad de transitar una edad en un país que se resiste a abandonar costumbres arcaicas mientras llama a las puertas del nuevo milenio, y con una elección estética del 4/3 como formato, creo que Pilar Palomero hace una muy buena película para mostrarnos aquellos tiempos dónde una sociedad represiva chocaba con elementos culturales y vocaciones cosmopolitas que, ya sea mediante la llegada de una nueva alumna de Barcelona que es un revulsivo para el grupo de amigas de Celia, o los discos de Héroes del Silencio, acabarían ampliando los horizontes esas generaciones tan bien retratadas.

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